martes, 22 de abril de 2008

Calles sin parar.

Camino por la calle sin detenerme. Los altos abandonaron la comunidad o nunca existieron, a las faldas del cerro y con su magnitud alzada al cielo se encuentran las calles sin pavimentar y las casas sin pintura. Las cuevas donde habitan, los refugian del cansancio, resguardan los sueños que nunca concebirán la realidad.

Su mirada es arrogante, los sombreros tapan la mitad de la frente y la cara la tienen que echar atrás para poderte ver. La altivez de la mirada a través de la nariz te juzga culpable de su inmundicia. Yo en cambio, camino agachada buscando el suelo, me escondo ante la penuria y la marginación.

Los pasos escalonados hacen dolerme las piernas de tanto andar. Cada paso subo un poco sin alcanzar sus glorias y sus triunfos. Los pictogramas que encuentro en las paredes gritan la libertad que nunca sentirán, la falta de oportunidades y los reclamos escondidos en agresión.

La escasez, la agresión, la dolencia, son parte de su entorno y la costumbre las vuelve necesarias. El funcionario sube en coche y se asoma, más nunca bajará sus pies porque podrá ensuciarlos con la tierra del trabajo. La costumbre de ganar sin trabajar será siempre comodidad incondicional.

Bajo caminando y sigo buscando el suelo, me han convencido y me siento culpable de su desgracia, sólo basta un grito, un movimiento brusco para estremecerme, se burlan del miedo que tengo, del miedo que provocan por el monologo que me enloquece.

Una hora de paseo por las calles del pedregal me han enmudecido. Acostumbrada a saludar, sonreír, tuve que contener las palabras y las expresiones hasta subir al auto, exhalar gimiendo la impotencia de seguir en esos caminos.

La despedida es más difícil cuando no, no quieres irte.


Ileana Cepeda