Se despegaban sus pies del asfalto, levitaba de lado a lado de la casa con la vista perdida, los niños apenas si la miraban hacer el desayuno mientras ella untaba con mantequilla el pan de las mañanas.
Él hacía como si nada pasara en esa casa de la esquina con jardín y muebles de ratán. Se levantaba animoso silbando en las mañanas como queriendo despertarla del sueño perturbador en que vivía, con pocos resultados. Tiene que ir a trabajar y llevar a los niños al colegio.
Ella no le arregla la corbata, no le endulza el café, no le da un beso al despedirlo. Sólo pasa la mirada donde van los niños y los despide con una mueca parecida a una sonrisa. Cuando la cocina queda vacía sube apresurada al cuarto de la hija mayor, saca la cinta del Taekwondo, la coloca justo al centro del armario de su hija, mete su cabeza en el nudo de la cinta y suelta sus pies para alcanzar el suelo que había abandonado meses antes. Regresa la mueca, regresan las historias, los prejuicios, las angustias, los finales.